miércoles, 2 de marzo de 2011

Escenas Cotidianas. Anginas







Escenas de todos los días, pinceladas, frescos de situaciones que ocurren, vienen y van en el placer de la convivencia hogareña y social.


-¿Tiene anginas? ¿De veras? –le pregunta Elisa, incrédula, al médico, refiriéndose a Diego, su hijo de veinticuatro años. Y dice para sí, sorprendida: ¿Cuántos años hace que Diego no ha vuelto a tener anginas?  
 

 Elisa era como un río profundo e inquieto, en constante crecimiento. Héctor, su marido, era como agua de pozo. Decía que solo anhelaba pasar sus días “mateando debajo de una parra”, metáfora curiosa para semejante bicho urbano de cultura tanguera y escolazo entre amigos, y que en vez de mate portaba siempre en las manos el control remoto de la TV.
La relación se resquebrajó lentamente.
Ya no había diálogo, sino discusiones.
El buen sexo que los uniera se volvió mecánico y menos que ocasional.
Y Diego, el hijo de cuatro años, acusaba el malestar ambiental con anginas a repetición, bajo el control de un pediatra muy criterioso que merecía toda la confianza de Elisa.

Las anginas de Diego eran ampulosas y estragantes: temperaturas altísimas, escalofríos, transpiración, vómitos, abatimiento, drástica pérdida de peso. Demandaban análisis y antibióticos. Pero el pediatra tranquilizaba a Elisa, negándose a considerar a Diego un chico “enfermo” solo por esas reiteradas anginas.

En aquella época, escaseaba el dinero en el hogar.
Héctor hacía todas las horas extras que podía y más también: los fines de semana, en períodos de vacaciones, por las noches.
Elisa se sentía muy sola y muy cansada. Trabajaba tanto o más que Héctor, fuera de la casa, como kinesióloga. Pero se hacía cargo –a la vez- de la atención del hijo y las tareas domésticas.
Diego había sido siempre como un pececito de alegres colores en el agua, y estructuralmente sano. Dialogaba, cantaba y reía con su madre, a la que venía escuchando hablarle y cantar desde los primeros momentos de su gestación. Y se llevaba muy bien con Héctor en todas las manifestaciones de costumbres y gustos culturalmente masculinos: el fútbol; la “lucha entre superhéroes” arriba de las alfombras, entre carcajadas y almohadones revoleados; los autitos de carrera…
Elisa y Héctor no querían separarse ni dañar a Diego. Pero cada vez reinaba entre ellos menos comunicación y más displacer.

Finalmente, un viernes en el que por excepción Héctor no haría horas extras, ella cocinó una comida especial, llevó a su hijo a la casa de la abuela y estrenó lencería. Cuando se acostaron, él se dispuso a dormir y ella, a revivir antiguas pasiones. Pero Elisa se encontró con una espalda inamovible frente a sus ojos.
Al rato, mientras él dormía y roncaba, ella se fue desvistiendo de a poquito y se quedó tendida en la oscuridad, desnuda y llorando muy suavemente, como si los que llorasen fuesen otros ojos y no los propios.
De pronto, se dio cuenta de que aunque el cansancio hubiese podido vencer al dolor, los resoplidos de su marido jamás le permitirían dormirse.
No tuvo tiempo de pensar con qué objeto partirle la cabeza, porque en ese momento sonó el teléfono: su madre le avisaba que el nene volaba de fiebre.
Otra vez anginas.
Le exigió a su marido que la llevara con el auto a buscar a Diego, pero el hombre se revolvió en la cama mascullando, y volvió a roncar. Ella resolvió toda la situación, pero regresó a su casa con su hijo y con un bruto lumbago.
Esa noche durmió junto al nene, en un sillón.

Al día siguiente, su marido partió temprano a trabajar.
El hijo seguía con fiebre muy alta. Vomitaba. Hubo que repetir los baños de inmersión y atenderlo constantemente, mientras en la zona lumbar de Elisa aumentaba el dolor punzante y las dificultades para moverse.
Entre sábado y domingo, con el padre siempre haciendo horas extras, Diego empezó a mejorar. Elisa se sitió aliviada, pero ya llegaba el lunes. Así que tomó licencia laboral por el lumbago, y entonces tuvo unos cuantos días para semidescansar y pensar en todo lo sucedido. Mientras, observaba a Diego totalmente restablecido, con esa capacidad que suelen tener los chicos de recuperar rápidamente peso, alegría, color y movimiento mientras sus padres permanecen arrasados por el susto, las corridas y el maldormir.

El día que su dolor lumbar empezó a ceder, Elisa fue a comprar unas cajas grandes. De regreso, trajo al cerrajero para que cambiara la combinación de la cerradura de la puerta de su departamento.
Esa noche, mientras Diego dormía y Héctor trabajaba en sus crónicas horas extras, fue doblando con mucha prolijidad toda la ropa y enseres de su marido en el interior de las cajas. Luego, las colocó en el palier, con un sobre cerrado a nombre de Héctor y una notita adentro que decía: “El hogar está en cuarentena. Estoy curando a Diego de sus anginas”.
Desconectó el timbre y el teléfono, tomó un baño de inmersión y se acostó a dormir. Nunca confirmó si la puerta fue efectivamente pateada o ella creyó escuchar esos sonidos entre sueños.
Por la mañana, la despertaron las manecitas de Diego sobre su cara y la vocecita con que pedía dulcemente: mami, la leche.
Después del desayuno, Elisa conectó el teléfono y aguantó a pie firme y bayoneta calada la catarata de mensajes de Héctor, sus suegros y sus padres (los de ella).
Inmediatamente, llamó a su amigo Pedro, abogado civil, lo puso al tanto, le pidió que se comunicara con Héctor y que comenzara, a partir de ese momento, a representarla ante él.
Y se sentó a explicarle a Diego lo que estaba ocurriendo.

Exactamente una semana después, Diego tuvo otra vez anginas, tan severas y estragantes como siempre. Y Elisa se asustó mucho. Su pediatra criterioso -ese que siempre se negara a considerar a Diego como un chico enfermo solo porque padecía de anginas-, puesto al tanto de la situación, dijo: La superación de los procesos psicosomáticos no es mecánica ni automática. Ya veremos cómo se desarrolla y se resuelve esto.

¡Veinte años! –exclamó Elisa- ¡Hacía exactamente veinte años que Diego no tenía anginas!

Veinte años en los cuales Diego completó su escolaridad. Eligió una carrera que lo apasiona e ingresó en la Universidad, pero siempre cultivando su otra pasión: el fútbol. Tiene amigos. Trabaja en el estudio contable de un amigo de su papá. Planea irse a vivir solo cuando termine la Facultad. A su papá lo ha tratado regularmente durante todos estos años, con mucho cariño mutuo.

Héctor volvió a casarse, con la señora “Horas Extras” (o sea, el verdadero motivo de aquellas reiteradas ausencias de Héctor de su hogar).
Padre e hijo van juntos a la cancha, y Diego dispone de una habitación para quedarse a dormir en la casa paterna, pero no puede compartirla con Ana, su novia. Porque la Señora “Horas Extras” dice que no le gustan esas cosas.

Por su parte, Ana, la novia de Diego, comenta que Elisa perfila como una suegra bastante piola, porque ella sí le permite quedarse a dormir en su casa, a pesar del metejón que tiene con “el nene”.
Y se alegra de que Elisa haya vuelto a formar pareja con Juan, un tipo que también parece macanudo y que se lleva muy bien con Diego.

Según le ha contado Diego, Juan es el médico pediatra que lo atendía cuando Diego era chiquito, y parece que empezó a salir con Elisa después de que ella se separó de Héctor.


 
Marisa


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