miércoles, 2 de marzo de 2011

El Hombre Triturador de Mujeres - En conmemoración del Día de la Mujer








Texto inspirado y adaptación libre de "Las trituradoras de hombres", de Pablo Casau, 22/2/11, Igooh, Sección Humor


He aquí algunos rasgos para reconocer a un Hombre Triturador de Mujeres

- El hogar debe lucir siempre impecable, limpio, ordenado lo mismo que la vestimenta -especialmente la del marido-. Y todas las tareas para ello quedan exclusivamente a cargo de la mujer

 - Solo permite que se consuman comidas caseras, realizadas por la mujer bajo la supervisión directa de su suegra, para que aprenda a lograr los mismos sabores que el marido disfrutaba en su casa de soltero.  

- Le prohíbe a su mujer visitar a su familia y a todas sus amistades.

- Las únicas visitas permitidas son las de la familia de él.

- Se opone a cualquier sana iniciativa de su mujer, tal como mirar vidrieras, ir de compras o a tomar el té con sus amigas, estudiar, cantar, bailar, hacer yoga y/o ir al gym.  Si considera que su mujer se ha portado mal, porque ha desobedecido y ha intentado realizar estas prácticas, le suspende la extensión de la tarjeta de crédito hasta nuevo aviso. Si considera que se ha portado bien, la autoriza a practicar yoga o gimnasia en su casa, sola o, a lo sumo, siguiendo las clases que se ofrecen por la TV. Y sin que esta actividad interfiera con la realización de las tareas hogareñas.

-Dispone de un GPS y de control directo del celular de su mujer, para saber a toda hora adónde está, qué hace, y qué y con quiénes conversa.

- En del hogar, el marido tiene sexo con su mujer solamente cuando él lo decide. Fuera del hogar, con quién quiere y elige, y cuando se le canta.

- Le prohíbe a su mujer cualquier otra respuesta que no sea: "Sí querido".

- Fija horarios para comer, dormir e ir al baño. Cuando él está en casa, no hay horarios disponibles para mirar libremente la TV fuera de los que él acapara completamente para ver, sobre todo, fútbol. Cuando no está, el TV queda trabado con llave, excepto para que a su mujer vea "Utilísima" para aprender repostería y actividades útiles para el hogar.
 
- Aprueba la ropa que debe comprarse su mujer, y le dice cuál usar en cada ocasión. Por supuesto, esto excluye absolutamente los escotes, minifaldas, shorts y remeras ajustadas. Y se adapta a la edad juvenilmadura de la cónyuge.

- Elige los regalos para su esposa con criterio práctico y eficiente.

- Le prohíbe divorciarse.

- Le prohíbe deprimirse, suicidarse, y por sobre todas, las cosas, llorar y suspirar.

- La religión no puede ser practicada. Nada de salir para ir a misa ni a celebrar otros ritos con extraños ni a confesarle a nadie lo que pasa en el hogar.

- Fija los lugares de veraneo, elige el alojamiento, determina la duración de las vacaciones y maneja el presupuesto para las mismas, día a día y detalle por detalle. Si es playa, para su mujer: malla enteriza y pareo que cubra hasta los tobillos o atuendo similar.

- Si a ella la echan del trabajo, primero se encarga de señalarle que ella tiene la culpa del despido (cualesquiera sean las circunstancias del mismo). Luego, mientras la mujer siga ocupándose de todas las tareas de la casa como de costumbre, deberá conseguir otra actividad rentada rápidamente, bajo amenaza de suspensión de la tarjeta de crédito y drástico corte de todos los gastos relativos a las necesidades de ella: no más desodorante, ni dentífrico, ni papel higiénico…

- Este marido pone todo el patrimonio familiar a su nombre y administra el dinero que ingresa en el hogar, incluyendo el sueldo que gana su mujer.

- Es probable que los ancestros del susodicho fueran tratantes de blancas, quinieleros y cafishios.


Amigo lector: si usted padece de dos o más de estos síntomas y no está dispuesto a superarlos... bueno... además del celular de su mujer debería confiscar y controlar todas las tijeras de su casa... y dejar de tensar la cuerda... ¿O acaso no se acuerda de Lorena Bobbit?

 Amiga lectora: si su cónyuge presenta dos o más de estos síntomas, búsquese otro que la trate como usted merece (si es menor que usted, ¡disfrútelo y salde placeres atrasados!),  pero antes, a su marido… ¡déjele hirviendo, en la olla, el conejo!
  

Queridas mujeres, amigas, compañeras, colegas, congéneres, y queridos hombres que las merecen y son merecedores de ellas: Elegí el humor para aliviar el tratamiento del tema y, así, facilitar la serena reflexión y la toma adecuada de decisiones acordes con lo que todas y todos, en tanto seres humanos, tenemos derecho a disfrutar. ¡Que podamos transitar un Feliz Día, todos los días! 
Muy afectuosamente.                                        
Marisa

Escenas Cotidianas. Anginas







Escenas de todos los días, pinceladas, frescos de situaciones que ocurren, vienen y van en el placer de la convivencia hogareña y social.


-¿Tiene anginas? ¿De veras? –le pregunta Elisa, incrédula, al médico, refiriéndose a Diego, su hijo de veinticuatro años. Y dice para sí, sorprendida: ¿Cuántos años hace que Diego no ha vuelto a tener anginas?  
 

 Elisa era como un río profundo e inquieto, en constante crecimiento. Héctor, su marido, era como agua de pozo. Decía que solo anhelaba pasar sus días “mateando debajo de una parra”, metáfora curiosa para semejante bicho urbano de cultura tanguera y escolazo entre amigos, y que en vez de mate portaba siempre en las manos el control remoto de la TV.
La relación se resquebrajó lentamente.
Ya no había diálogo, sino discusiones.
El buen sexo que los uniera se volvió mecánico y menos que ocasional.
Y Diego, el hijo de cuatro años, acusaba el malestar ambiental con anginas a repetición, bajo el control de un pediatra muy criterioso que merecía toda la confianza de Elisa.

Las anginas de Diego eran ampulosas y estragantes: temperaturas altísimas, escalofríos, transpiración, vómitos, abatimiento, drástica pérdida de peso. Demandaban análisis y antibióticos. Pero el pediatra tranquilizaba a Elisa, negándose a considerar a Diego un chico “enfermo” solo por esas reiteradas anginas.

En aquella época, escaseaba el dinero en el hogar.
Héctor hacía todas las horas extras que podía y más también: los fines de semana, en períodos de vacaciones, por las noches.
Elisa se sentía muy sola y muy cansada. Trabajaba tanto o más que Héctor, fuera de la casa, como kinesióloga. Pero se hacía cargo –a la vez- de la atención del hijo y las tareas domésticas.
Diego había sido siempre como un pececito de alegres colores en el agua, y estructuralmente sano. Dialogaba, cantaba y reía con su madre, a la que venía escuchando hablarle y cantar desde los primeros momentos de su gestación. Y se llevaba muy bien con Héctor en todas las manifestaciones de costumbres y gustos culturalmente masculinos: el fútbol; la “lucha entre superhéroes” arriba de las alfombras, entre carcajadas y almohadones revoleados; los autitos de carrera…
Elisa y Héctor no querían separarse ni dañar a Diego. Pero cada vez reinaba entre ellos menos comunicación y más displacer.

Finalmente, un viernes en el que por excepción Héctor no haría horas extras, ella cocinó una comida especial, llevó a su hijo a la casa de la abuela y estrenó lencería. Cuando se acostaron, él se dispuso a dormir y ella, a revivir antiguas pasiones. Pero Elisa se encontró con una espalda inamovible frente a sus ojos.
Al rato, mientras él dormía y roncaba, ella se fue desvistiendo de a poquito y se quedó tendida en la oscuridad, desnuda y llorando muy suavemente, como si los que llorasen fuesen otros ojos y no los propios.
De pronto, se dio cuenta de que aunque el cansancio hubiese podido vencer al dolor, los resoplidos de su marido jamás le permitirían dormirse.
No tuvo tiempo de pensar con qué objeto partirle la cabeza, porque en ese momento sonó el teléfono: su madre le avisaba que el nene volaba de fiebre.
Otra vez anginas.
Le exigió a su marido que la llevara con el auto a buscar a Diego, pero el hombre se revolvió en la cama mascullando, y volvió a roncar. Ella resolvió toda la situación, pero regresó a su casa con su hijo y con un bruto lumbago.
Esa noche durmió junto al nene, en un sillón.

Al día siguiente, su marido partió temprano a trabajar.
El hijo seguía con fiebre muy alta. Vomitaba. Hubo que repetir los baños de inmersión y atenderlo constantemente, mientras en la zona lumbar de Elisa aumentaba el dolor punzante y las dificultades para moverse.
Entre sábado y domingo, con el padre siempre haciendo horas extras, Diego empezó a mejorar. Elisa se sitió aliviada, pero ya llegaba el lunes. Así que tomó licencia laboral por el lumbago, y entonces tuvo unos cuantos días para semidescansar y pensar en todo lo sucedido. Mientras, observaba a Diego totalmente restablecido, con esa capacidad que suelen tener los chicos de recuperar rápidamente peso, alegría, color y movimiento mientras sus padres permanecen arrasados por el susto, las corridas y el maldormir.

El día que su dolor lumbar empezó a ceder, Elisa fue a comprar unas cajas grandes. De regreso, trajo al cerrajero para que cambiara la combinación de la cerradura de la puerta de su departamento.
Esa noche, mientras Diego dormía y Héctor trabajaba en sus crónicas horas extras, fue doblando con mucha prolijidad toda la ropa y enseres de su marido en el interior de las cajas. Luego, las colocó en el palier, con un sobre cerrado a nombre de Héctor y una notita adentro que decía: “El hogar está en cuarentena. Estoy curando a Diego de sus anginas”.
Desconectó el timbre y el teléfono, tomó un baño de inmersión y se acostó a dormir. Nunca confirmó si la puerta fue efectivamente pateada o ella creyó escuchar esos sonidos entre sueños.
Por la mañana, la despertaron las manecitas de Diego sobre su cara y la vocecita con que pedía dulcemente: mami, la leche.
Después del desayuno, Elisa conectó el teléfono y aguantó a pie firme y bayoneta calada la catarata de mensajes de Héctor, sus suegros y sus padres (los de ella).
Inmediatamente, llamó a su amigo Pedro, abogado civil, lo puso al tanto, le pidió que se comunicara con Héctor y que comenzara, a partir de ese momento, a representarla ante él.
Y se sentó a explicarle a Diego lo que estaba ocurriendo.

Exactamente una semana después, Diego tuvo otra vez anginas, tan severas y estragantes como siempre. Y Elisa se asustó mucho. Su pediatra criterioso -ese que siempre se negara a considerar a Diego como un chico enfermo solo porque padecía de anginas-, puesto al tanto de la situación, dijo: La superación de los procesos psicosomáticos no es mecánica ni automática. Ya veremos cómo se desarrolla y se resuelve esto.

¡Veinte años! –exclamó Elisa- ¡Hacía exactamente veinte años que Diego no tenía anginas!

Veinte años en los cuales Diego completó su escolaridad. Eligió una carrera que lo apasiona e ingresó en la Universidad, pero siempre cultivando su otra pasión: el fútbol. Tiene amigos. Trabaja en el estudio contable de un amigo de su papá. Planea irse a vivir solo cuando termine la Facultad. A su papá lo ha tratado regularmente durante todos estos años, con mucho cariño mutuo.

Héctor volvió a casarse, con la señora “Horas Extras” (o sea, el verdadero motivo de aquellas reiteradas ausencias de Héctor de su hogar).
Padre e hijo van juntos a la cancha, y Diego dispone de una habitación para quedarse a dormir en la casa paterna, pero no puede compartirla con Ana, su novia. Porque la Señora “Horas Extras” dice que no le gustan esas cosas.

Por su parte, Ana, la novia de Diego, comenta que Elisa perfila como una suegra bastante piola, porque ella sí le permite quedarse a dormir en su casa, a pesar del metejón que tiene con “el nene”.
Y se alegra de que Elisa haya vuelto a formar pareja con Juan, un tipo que también parece macanudo y que se lleva muy bien con Diego.

Según le ha contado Diego, Juan es el médico pediatra que lo atendía cuando Diego era chiquito, y parece que empezó a salir con Elisa después de que ella se separó de Héctor.


 
Marisa


sábado, 19 de febrero de 2011

Escenas cotidianas. Refacciones en el hogar


 


Escenas de todos los días, pinceladas, frescos de situaciones que ocurren, vienen y van en el placer de la convivencia hogareña y social.


  Hacía rato que el área de la cocina de nuestra casa reclamaba una actualización.
Mi marido accedió con la condición de no tener que faltar un solo día a su trabajo. Así que yo insumí tiempo de mis vacaciones laborales en esta apasionante aventura. Total… ya se sabe que, en nuestra sociedad, el trabajo femenino es menos importante que el masculino, cualquiera sea su condición y remuneración.

 Al fin, mi marido y yo decidimos no viajar de vacaciones para afrontar la obra con ese dinero, solicitar presupuestos, recomendaciones de personal idóneo y elegir materiales.
 La desmesura de los costos nos obligó a constituirnos en nuestros propios directores de obra.

 Nuestra refacción necesitaba del aporte de todos los gremios de la construcción, (léase: los muchachos) articulados y ensamblados de modo tal que la terminación del trabajo de unos coincidiera con el inicio de la actividad de los otros, según cronograma establecido por ellos mismos, y que duraría tres semanas. Mientras tanto, nosotros nos refugiamos en el living comedor.

 Cuentan las leyendas urbanas que, cuando los gremios de la construcción comienzan a trabajar en el hogar, lo primero que aprenden los dueños de casa es… que dejan de serlo.
Los relatos dicen que los muchachos no solamente manejan las llaves para ir y venir según sus necesidades, sino también el tiempo, la paciencia, el dinero y la capacidad de decisión de quienes los han contratado, sin que exista recurso, actitud ni argumento que logre impedirlo.
Los mitos refieren también que suelen tomar más de un trabajo a la vez, y por eso se atrasan en la terminación de las tareas. Que abundan, entre los muy idóneos, los chapuceros que se consideran expertos de cualquier especialidad. Y que todos, todos ellos, padecen de un recalcitrante machismo.

Lo cierto fue que los muchachos empezaron a convivir diariamente conmigo –yo los recibía, los atendía con café, gaseosas y refrigerios varios, y los despedía por las tardes- en un clima realmente amistoso y muy cordial. Ellos disimulaban amablemente la tortura que representa soportar todo el santo día a un ama de casa presente en la obra, con sus caprichos y desconocimiento del oficio, a pesar de que yo estaba recluida en el living comedor, dedicada a trabajar en mi computadora y a realizar las pocas tareas hogareñas que la situación me permitía. Y el vínculo a menudo se volvía hasta intimista, porque ellos escuchaban todas mis conversaciones telefónicas. Muchas veces, opinaban sobre los temas que yo conversaba con mis amigas, y me daban consejos al respecto. Otras, me recomendaban recetas de cocina. Inclusive, me enseñaban cómo debía yo tratar y retar a los del otro gremio, cuando no cumplían con los plazos establecidos. O, también, a mi propio marido...

 Pero los muchachos empezaron a no respetar las fechas de entrega. Cada gremio se enojaba con quienes no cumplían, porque su propia actividad se atrasaba, y entonces, amenazaban con abandonar la obra para siempre. E invariablemente, los muchachos criticaban el trabajo realizado por los otros, y los responsabilizaban por las imperfecciones que solía presentar el propio trabajo.

 Todos ellos se llevaban estupendamente conmigo. Pero…
 Cuando el albañil equivocó las medidas del espacio previsto para guardar los baldes y yo se lo reclamé, este muchacho, amoladora en mano y de pésimo humor, le preguntó a mi marido por qué no me convencía de guardar(me) los baldes en otra parte.
 El plomero recomendado, rompió el piso y, de paso… también los caños. Los agujereó. Pero trató enfáticamente de convencerme de que los caños estaban originalmente rotos y que era una suerte que él los hubiese descubierto a tiempo.
 Entre la casa de cerramientos y el albañil se culpaban mutuamente por la ventana que hicieron. Pero ambos trataban de convencerme tenazmente de que esa ventana torcida era mucho más estética y elegante que la que les habíamos encargado. Y se quejaron ante mi marido por mi tozudez que les hacía perder su valioso tiempo. 

Obviamente, la obra se atrasó.
Entonces… la casa se llenó de refuerzos.
Imprevistamente, aparecieron decenas de muchachos desconocidos que –cual brigadas internacionales de apoyo a una causa altruista- concurrían a colaborar con el final de obra.
Yo me convertí en un molinete que emitía interminables tazas de café y vasos de refrescos, y alrededor del cual se desarrollaba una vorágine vertiginosa e incontrolable. No hacía más que encontrarme de pronto con caras nuevas que, a la vez, se asustaban de verme aparecer a mí, una desconocida más entre semejante convocatoria.

No tuve más remedio que pedirle ayuda a mi marido.
Él me recordó, muy molesto, que lo pactado era que él no tuviese que faltar a su trabajo por culpa de la obra. Y yo le comuniqué, entonces, que haría abandono del hogar para siempre.
Así fue como mi marido se quedó en casa el otro día. Y yo me atrincheré en el dormitorio, con los auriculares del aparato de música en mis oídos.
Los muchachos se sorprendieron de encontrar a mi marido en casa y le preguntaron muy afectuosamente por mí, a la vez que le concedían el respetuoso trato de “jefe”.
Cuando el jefe vio y entendió la situación, ahí mismo decidió tomarse un día más en su trabajo.

Entonces…
Los muchachos terminaron inmediatamente la obra. Dieron las hurras. Cobraron todas las propinas que generosamente les dimos. Dejaron sus tarjetitas para que los volviésemos a llamar o recomendáramos, y me agradecieron tan especialmente las atenciones recibidas que nos besamos y despedimos como si fuéramos parientes.

Cuando –por fin- se fueron, y empezamos a recorrer emocionados las flamantes dependencias, descubrí cables saliendo de las tomas de electricidad: al electricista le había saltado su propia térmica, y había plantado el trabajo, indignado, porque él es un ingeniero en electricidad y no un improvisado. Por ende, no podía trabajar en medio de un montón de gente que lo distraía y mareaba. Pero mi marido me aseguró que solucionaría el problema por cuenta propia, y como fuese.

Así que la inauguración de la obra la hicimos esa noche, cenando románticamente... a la luz de velas.




martes, 1 de febrero de 2011

Mi lado izquierdo

  

A la memoria de Hugo del Campo

 La osteópata observa que mis dolencias tienden a ubicarse en mi lado izquierdo.
 Según ella, desde una perspectiva relacionada con la medicina china, el lado izquierdo –regido por el hemisferio derecho- está asociado con las emociones, los sentimientos y lo maternal.
 En lo personal, el mapa de las dolencias de mi lado izquierdo podría representar los recorridos más significativos de mi vida hasta hoy, incluyendo contradicciones y conflictos.
 Un padre socialista y un abuelo anarquista, español y republicano cultivaron mi lado izquierdo y lo sembraron de elevadas ideas y sentimientos altruistas y solidarios. También, de algunas confusiones: mi abuelo pretendió convencerme, a mis seis años, de que yo tenía que negarme a ir a misa y a la iglesia, porque dios no existe. Asimismo, que las transacciones comerciales tendrían que hacerse a través del trueque, porque tampoco debería existir el dinero, símbolo nefasto de todos los males del mundo. Inútil fue tratar de explicarle que mi mamá me daría un flor de coscorrón y me llevaría de una oreja a la iglesia, muy especialmente si yo me atrevía a sugerir aquel motivo para no ir. Y que me resultaba imposible entender cómo podríamos comprar comida y juguetes si no hubiera plata. Mi abuelo era muy testarudo y con él era imposible discrepar, así que sus ideas excedieron mi lado izquierdo: se instalaron en toda mi cabeza y durante tanto tiempo, que a veces me parece que todavía andan dando vueltas y causando confusiones por ahí.
 Ni hablar de otros desconciertos derivados de los consejos de mi padre acerca de la toma de posición en la vida: el lugar, el único lugar existencialmente auténtico para ubicarse era el lado izquierdo, o sea, el lado de los explotados, los trabajadores que luchan por mejores condiciones de vida, los humildes… Pero, cuando yo pretendí decirle que en ese lugar, en este país, estaban las masas peronistas, mi viejo, socialista a la europea y admirador de José Ingenieros... ¡por poco me deshereda!
 Respecto del lado izquierdo y la cuestión maternal, también se gestaron contradicciones: mi madre, católica muy creyente y con tres hijos en su haber, deseaba con tanto fervor tener una hija que, ni bien supo que estaba nuevamente embarazada, subió de rodillas las escaleras de una iglesia para pedirle a la virgen que le enviara a una nena.
 La virgen se portó muy bien con mi madre, porque no solo me envió a mí, sino que impidió que ella me abortara a causa del esfuerzo descomunal que hizo para subir arrodillada las escaleras. Pero yo intuyo que mi lado izquierdo quedó medio abollado desde entonces. “Lábil”, dirían los psicólogos. A lo mejor, porque mi vieja se reclinó más de ese lado que del otro al subir. Vaya uno a saber…
 Quizás yo misma, en mis esfuerzos por ascender en la vida –eso sí: siempre de pie- y por buscar apoyo ante los riesgos que eso implica, me he recostado demasiado sobre mi lado izquierdo, y así terminé de resentirlo, de abollarlo. Y ni hablar de los problemas que eso también me trajo en mis progresos sociales, profesionales y laborales...
 Lo cierto es que de ese lado, mucho más que del otro, he sufrido enfermedades, dolores, lesiones y todo tipo de malestares…
 Por otra parte, yo soy argentina, por nacimiento y por opción¿Cómo no voy a tener –entonces- más problemas con el lado izquierdo que con el derecho?
 El lado derecho “nacional” se muestra siempre tan sólido, monolítico e igual a sí mismo que haría las delicias de Parménides en esta época de verdades relativas y definiciones provisorias.
 El izquierdo, en cambio y por contraste, es tan cambiante multifacético e inasible que a veces resulta imposible establecer su identidad.
 Abarca un amplísimo campo que va desde lo formal e institucionalmente izquierdista (comunismo, socialismo, anarquismo) hasta ese variado espectro llamado “progresismo”. Pasa por diversas expresiones y matices como los movimientos sociales de la iglesia y otras religiones, el humanismo, el ecologismo, la “tercera posición”... Y, ya que estamos, es atravesado -o no puede dejar de ser emparentado- con el peronismo, ese “hecho maldito del país burgués”, tan plagado de contradicciones como de sorpresas a lo largo de su historia marcadamente oscilatoria dederecha a izquierda, como un yate en medio de la sudestada.
 Además, los adherentes al lado izquierdo nacional también oscilan y cambian en número y calidad de manera muy versátil, según cuánto les apriete el cinturón, les toque el bolsillo y amenace sus ideales consumistas el gobierno de turno.
 Decididamente, mi lado izquierdo me ha causado muchos problemas. Pero –debo reconocer- también satisfacciones incomparables y momentos preciosos como estos:
 Allá por el ’73, conocer y escuchar a Arturo Jauretche, y verlo brindar por su alegría de haber vivido la gesta de 1945 y de estar viviendo la que comenzaba en ese momento.
 Y a comienzos del milenio, el reencuentro que tuve con un riguroso intelectual argentino exiliado en París, querido y respetado amigo, dueño de un humor exquisito. Me comentó las dificultades para lograr que sus alumnos universitarios parisinos entendieran el peronismo, desde sus categorías intelectuales de matriz tan racionalista. E ironizó, muy divertido, que había pensado seriamente intentarlo a partir de un análisis de los sucesivos cambios de peinado experimentados por Carlos Menem, desde que era gobernador hasta supresidencia.
¡Qué lástima que a ningún sesudo analista de la realidad nacional -en las antípodas de mi querido amigo- se le haya ocurrido, hasta ahora, indagar sobre los cambios en el peinado de Cristina como claves para develar este presente que les resulta tan incomprensible, en lugar de solo criticarla por ellos!  
 Indudablemente, abundan los recuerdos y experiencias enriquecedoras atravesadas por toda clase de reflexiones pero también de dolencias en mi lado izquierdo... Por eso mismo...
¡Mejor no imaginar qué sucedería si me pusiera a meditar sobre mi lado derecho!

Escenas cotidianas

    

Escenas de todos los días, pinceladas, frescos de situaciones que ocurren, vienen y van en el placer de la convivencia hogareña y social.

Mi marido es muy distraído.
Un día, una cigüeña va a hacer un nido en su cabeza, va a poner un huevo... y él se va a rascar, lo va a encontrar y me va a decir amigablemente: "Mirá: tenía un huevo en la cabeza, ¿lo querés hacer duro o frito?", y va a seguir tranquilamente con su vida...
 El sábado, yo dormía apaciblemente cuando sentí que, desde muy lejos, mi marido me llamaba.
Cuando logré abrir los ojos, me preguntó:
- Querida, por favor, es muy importante que pienses –me dijo-. Anoche, cuando terminamos de cenar, ¿vos limpiaste la mesa y tiraste todo lo que había quedado encima?
- Sí, claro, como siempre –respondí bostezando- ¿Por qué?
- ¡Porque tiraste a la basura mi prótesis dental! –exclamó mi marido espantado.
- ¿Cómo? –exclamé yo, temiendo tener un mal sueño producto de una indigestión- ¿Estás seguro?
- ¡Sí, por supuesto! Anoche, después de la cena, la dejé envuelta en una servilleta de papel sobre la mesa, porque me raspaba. Encima, esta mañana temprano llevé la basura al tercer piso y, como estaba medio dormido, no me dí cuenta de que la estaba tirando. Recién lo descubrí ahora, cuando iba a desayunar.
- Pero… ¿a quién se le ocurre dejar un pedazo de su dentadura envuelta en una servilleta de papel y arriba de una mesa? ¡Solo vos sos capaz de semejante cosa!  No tuve tiempo de decir nada más, porque él salió corriendo del dormitorio mientras se despojaba del pijama a los tirones y se calzaba un jogging de cualquier manera:
- ¡Ya mismo me voy al tercer piso!
 Allí, se juntan todos los residuos del consorcio para que, luego, el encargado los embolse y saque a la calle. Allí estaba, precisamente, el encargado con varios albañiles. Mi marido los saludó muy amablemente y enseguida se sumergió en los enormes tachos y empezó a revolver...
Inexorable Ley de Murphy: nuestra bolsa estaba debajo de todas las demás.
Cuando la rescató, con la cara y las manos negras, y se dio vuelta con una enorme sonrisa, descubrió que tanto el encargado como los albañiles lo miraban estupefactos.
Él puso expresión de rey de Bélgica a punto de pasar revista a las tropas y abandonó la escena con la bolsa de residuos en la mano.
Una vez en casa, se zambulló dentro de ella, mientras arrojaba los residuos hacia diestra y siniestra. Finalmente, enarboló el puño mugriento y exclamó –al mejor estilo de ópera de Verdi-: ¡Lo logré! ¡Yo sabía! ¡Aquí está mi prótesis!!!!
 Antes de que yo tuviera tiempo de protestar por la basura desparramada, sonó el timbre. Por supuesto: el encargado. Vino con cualquier excusa.
Mi marido hacía gestos desesperados de “Yo no estoy”, así que esbocé mi mejor sonrisa de reina consorte de Bélgica, y expliqué alegremente:
- ¡Ay, Juan, no sabe lo que nos pasó! ¡Anoche yo pegué prolijamente un adornito finísimo de porcelana que se me había partido, lo puse a secar arriba de la mesa y esta mañana mi marido lo tiró, pensando que ya no servía más!
- Pero, señora, ¡me extraña! –replicó Juan, amablemente-. La próxima vez no tienen más que avisarme, que para eso estoy. No puede ser que ustedes se anden ensuciando así. Me avisan nomás, que yo les busco lo que sea.
 El resto del fin de semana mi marido comió papillas, purés y licuados, porque, después de haber cepillado y lavado su prótesis con detergente, alcohol, desinfectante y hasta lavandina, decidió que jamás la volvería a poner en su boca.
 El lunes, el dentista le explicó que no podría entregarle la prótesis nueva antes de una semana.
 Así fue como mi marido bajó de peso rápidamente.
Jamás dejó de reprocharme, porque se moría de hambre y porque –por supuesto- yo tenía la culpa de todo lo sucedido.
 La prótesis la guardé de recuerdo.
                                                              

Querida, querida María Elena, gorrión de Buenos Aires

A mí se me hace cuento que murió María Elena.
Como el agua y el aire, la juzgo tan eterna.
Adaptación libre de Fundación mítica de Buenos Aires, de Jorge Luis Borges 


  


No. No es cierto que María Elena se haya ido.
Siento mucha tristeza porque físicamente se murió.La lluvia de anoche y el cielo gris de hoy sintonizan con la melancolía de quienes la lloramos.
Pero María Elena estuvo en nuestras vidas desde siempre, y en ellas se quedará para siempre. No solo por lo consabido -que las obras sobreviven a sus autores, sobre todo si son artistas-, sino porque ella anida en nuestros corazones, entre nuestros afectos más entrañables y forma parte de nuestra vida cotidiana.
Con María Elena hemos establecido una verdadera comunión, de apropiación de su canto y su palabra por parte nuestra, y de apropiación de nuestro corazón y nuestra memoria por parte de ella.
Y está allí, en el winco donde apenas ayer gastábamos sus longs plays de tanto escucharlos. En las guitarreadas de nuestra juventud, en las que todos sabíamos "una de ella". En los teatros adonde fuimos a gozar de sus canciones, pero también aencontrar refugio para nuestras almas estragadas, y palabras para nuestros silencios asfixiantes. En los tantísimos libros y discos de ella que recibimos, regalamos, prestamos, perdimos, no devolvimos, escondimos, citamos y, sobre todo, sabemos de memoria. En las nanas que cantamos y repetimos y volvemos a repetir a nuestros hijos, nietos, sobrinos, ahijados, personas queridas con la intención de aportar alegría y amor a su manera de mirar el mundo. Y también… fina ironía.
María Elena nos conduce de la mano, amorosamente, desde el país de la infancia hasta el país jardín de infantes.
Está ahí cuando la ciudad se nos vuelve extraña, pero también cuando morimos de extrañeza por ella.
Ella expresa nuestro desgarro por la existencia así como la obstinada convicción de que vale la pena vivir.
Ella sabe de nosotras, las mujeres, de nuestras heridas y sometimientos, y también de los de todos, hombres y mujeres.
Ella nos acompaña cantando a través de cada momento, desde que nos levantamos hasta queanochece, y tiene palabras para cada situación, paracada circunstancia cotidiana.
Desde que llegó, de la mano con Leda Valladares, hasta que, sola, cobró vuelo y presencia, María Elena Walsh nos representa, convoca, alude, conmueve, porque ha tamizado la experiencia del mundo a través de su percepción, humor y melancolía, a la manera de los trovadores y juglares de antaño, a la manera deun gorrión de Buenos Aires.

Gracias, querida María Elena, por tanto amor.
Gracias, porque nunca nos dejaste solos.
Gracias, porque siempre tuviste la palabra o la canción precisa.
Gracias, porque siempre comprendiste sin explicaciones y te expresaste sin rodeos, pero con delicadeza sutil, como de mariposa.
Gracias, por hacer de la literatura un territorio amigable y acogedor, y de las canciones, una buena costumbre siempre presente en la vida cotidiana.
Gracias porque sentiste lo necesario cuando era justo -bronca, enojo-, pero superaste estereotipos y prejuicios desde el amor y desde el humor.
 ¡Gracias, eternamente, por Manuelita!  
                 

Gracias, al fin, por llegar, partir y permanecer con tu asunción de la poesía.

Marisa

¡Llegaron los Reyes Magos! A royal breaking


 

-¡Ahhhh! ¡Por fin! –exclama Melchor-. No veía el momento de bajar del camello. La joroba ya se me estaba clavando en…
-¡Miren! –interrumpe Gaspar-. Estamos en Buenos Aires. ¡Podemos disfrutar de la mejor pizza del mundo!
-¡Y con cerveza bien helada! –acota Baltazar-. Ya me estaba volviendo negro de tanto calor…

  Los tres dejan sus camellos tomando agua en la fuente de una plaza; acomodan las bolsas de regalos; les conectan las alarmas; acuerdan la hora de regreso con el azorado “trapito” que no se atreve siquiera a responder, y luego se encaminan hacia una pizzería céntrica con aire acondicionado.

 Suena el celular de Melchor y él lo responde brevemente.
-¿Quién jode ahora? –pregunta Baltazar.
-No. Era de la central de alarmas –explica Melchor-. Nos rastrearon en cuanto las conectamos y querían saber si estaba todo bien.

  Por fin, los Reyes Magos se sientan a descansar. Solo de tanto en tanto, pasan personas con niños y les piden fotos.

 ¡Lo dicho! –exclama Gaspar, mientras persigue con el tenedor un hilo de muzzarella que se estira y se estiiiiira- ¡Es la mejor pizza del mundo!
-Sin dudas –aprueba Baltazar-, pero la cerveza también está buenísima.
Los dos observan a Melchor. Le preguntan si algo lo preocupa.
-¡Claro que estoy preocupado! ¡Y enojado! Fíjense en los pibes que pasan: ninguno nos reconoce. ¡Deben creer que somos una propaganda de lavarropas! Son los adultos los que los entusiasman para sacarse fotos. Y además, ningún niño nos entrega cartita.
-No. Sinceramente, no me había dado cuenta –responde Gaspar, mientras Baltazar asiente con la cabeza-. ¿A qué lo atribuyen?
-¡Y a qué lo vamos a atribuir! –exclama Melchor, mientras de un golpe derrama un poco de cerveza sobre la mesa- ¡A lo que ya los tres sabemos de memoria: año a año perdemos terreno y el gordo nos está pasando por encima con un avión!
-Y, si… -responde Baltazar frunciendo el ceño- Es indudable que Santa tiene mucho mejor asesoramiento de marketing y más publicidad impactante que la nuestra.
-También… con la guita que maneja… -agrega Melchor- El tipo viene del imperio; tiene ahorros e inversiones; transa con las principales cadenas de supermercados y las primeras marcas de todo el mundo y en todos los rubros, no solo juguetes: ropa, tecnología, artículos para el hogar, alhajas, inmuebles… ¡No hay un mísero aspecto que no cubra! La globalización ha universalizado los regalos de navidad. La gente les compra no solo a los niños, sino también a parientes, amigos, compañeros de estudio y de trabajo, vecinos… Además, los regalos se ponen en hermosas medias y bolsas, debajo de chimeneas y árboles luminosos y adornados… y no en los zapatos y zapatillas con una baranda a pata sucia que voltea, puestas en el suelo y rodeadas de ¡pasto! que nos bancamos nosotros. Encima, el gordo se traslada en ese súper trineo con comandos automáticos, mientras nosotros… ¡déle traquetear en camello hasta que nos quedan las bolas chatas!
-Con el agravante –lo interrumpe Gaspar- de que los niños piden regalos muy tecnologizados, cada vez más: “compus”, “Plays”, IPad’s, “skates”… ¡y todo ese chirimbolerío pesa, que no hay camello ni espalda que aguante!
 -¡Las vestimentas ridículas que llevamos también pesan!– se lamenta Baltazar.
 -¡Yo no visto ridículamente! ¡Llevo togas de seda, y de finísimo y puro algodón,  bordadas con hilos de oro y de plata!- se exalta Melchor.
-¡Sí, claro! ¡Y también turbante! ¡Lo fashion de lo fashion en los desiertos de medio oriente más de dos milenios atrás! ¡Lástima que estamos al mediodía, en el verano 2011 y a dos cuadras del obelisco de Buenos Aires, rodeados de cemento y asfalto que hierven!
-Bueno, bueno… Haya paz –tercia Gaspar- ¡No seamos nuestros primeros detractores! ¡Mal podemos recuperar el terreno perdido respecto de los niños, si nos peleamos entre nosotros y desvalorizamos nuestra idiosincrasia!
 -Tenés razón como de costumbre, Gaspar –concede Baltazar- Yo creo que discutimos de puro cansados que estamos.
-Como siempre digo: ¡negro y bruto! –lo interrumpe Melchor- Una cosa es el genuino cansancio de leer las pocas cartitas que nos llegan, porque nosotros no tenemos secretaria, como Santa. También, seleccionar los juguetes y discutir con los mayoristas y bolseros para que nos hagan descuento. Y finalmente, preparar nuestras mejores ropas, elegir los más veloces camellos… pero, por lo demás… ¡la tecnolgía simplifica mucho nuestra tarea! ¡Y cada vez la agiliza más!
-Yo seré negro y bruto en tu opinión –retruca Baltazar- pero tengo corazón. Pertenezco a una familia de negros de corazón puro, que no se enlquecen con la tecnología virtual. Todo será más simple, fácil y eficiente con ella mediante… pero yo no te cambio el e-mail, facebook ni tweeter por una buena charla entre amigos… cervecita de por medio. Será muy cómodo tener secretarias, pero yo prefiero la emoción de leer las cartitas y sentir las ilusiones de los niños. Reconozco la practicidad de E-bay, Mercado Libre y esos sitios para encargar los juguetes por la web, pero no me vas a comparar con la selección personal y en vivo, juguete por juguete. ¡Así son los curros que nos venden, si no! ¡Y así es el dolor de cervicales que tenemos, de tanto usar la computadora!
-¡Prefiero que me duelan las cervicales y no, que de tanto traquetear en camello, me duela el culo como si me lo hubiesen pasado por un colador!
-¡Bueno! ¡Basta, Melchor! ¿Otra vez discutiendo con Baltazar? –lo interrumpe Gaspar- ¡Ni apocalípticos ni integrados! ¡Claro que son maravillosas las vivencias y la calidez de la tarea artesanal! Pero también es invalorable cómo se agiliza nuestro trabajo por medio de la computación. Sabemos muy bien que no hay posiciones definitivas ni verdades absolutas…
-Jaaa! ¡Justo vos diciendo esto! –lo interrumpe Baltazar, muerto de risa- Vos… ¡judío del trío que se hizo célebre en el mundo hace más de dos milenios porque fuimos las primeras visitas ilustres del hijo único del único Dios verdadero!
-Baltazar -responde Gaspar-: al fin voy a terminar coincidiendo con Melchor acerca de que sos un poquito… digamos… ¿rústico? ¡Cómo vas a discutir desde posiciones de más de dos mil años atrás! ¡Con todo lo que ha cambiado el mundo desde entonces y lo que sigue cambiando!
-¡Por supuesto! –tercia Melchor- Y no seas tan amable diciéndole “rústico”: ¡es un negro bruto! Fijate si será verdad lo que decís, Gaspar, que ahora resulta que vos sos judío y yo, musulmán... ¡porque la aldea adonde nací está a veinte metros de la frontera de entonces! Pero en aquella remota época, éramos todos "de por acá", todos vecinos del mismo barrio…  En este momento, si fuéramos estrictos, yo debería ser defensor de Alá, y discutir con vos por eso…
-¡No, no digas eso! ¡Si las altas esferas religiosas están asumiendo posiciones desde la cordura, en vez de alentar que nos matemos, como tiempo atrás! –se entusiasma Gaspar.
-¿Qué "cordura"? ¿Qué “tiempo atrás”? ¿Septiembre de 2001 en Nueva York? –retruca Baltazar- Les recuerdo que con ese “acto de cordura” inauguramos este milenio… Y a vos, querido musulmán, te recuerdo que tu nacionalidad viene cambiando más que la moda desde aquel 6 de enero, y según cómo quede posicionada tu aldea natal debido a las "travesuras" de judíos y árabes en la región. Vos que discriminás tanto por el color de piel, ¿te imaginás si un día amanecieras negro; otro, blanco; y un tercero, pardito…?  ¡Me gustaría verte!

-¡Sonrían, por favor! –interrumpe un joven, cámara digital en mano- Quiero una foto de ustedes para dejársela en los zapatitos a mi nene mañana, junto con los regalos. ¡Muchas gracias! – Y sigue de largo, muy contento.

La interrupción y la sonrisa distienden los ánimos. Además… ¡ya es hora! ¡Deben partir! Los Reyes sincronizan sus respectivos GPS´s y llaman al mozo, que llega entusiasmado:
-Antes de irse –les dice-, por favor, quisiera que me firmaran un autógrafo y nos sacáramos fotos. Me llamo Manuel Jesús Miño, Manolo para los amigos, y soy hijo de gallegos. Me pusieron Jesús porque nací el 6 de enero, y desde entonces soy su fan más entusiasta.
-¡Muchas gracias, Manolo! –se emocionan los Reyes Magos, mientras acceden a sacarse fotos con el mozo y a firmarle autógrafos con sus lapiceras-computadoras de última generación.
-Y ahora -se preocupa Gaspar- veamos cómo podemos pagar la cuenta, porque solo tenemos encima nuevos shekeles. ¿Aquí nos podrán cambiar?
-¡No se preocupen! –sonríe Manuel- ¡Su consumición es una atención de la casa!
-¡Muchas gracias por tu amabilidad, gentil Manolo! –agradece Gaspar, mientras susurra para sí –: De haberlo sabido, pedía otra chica de muzza…
-¡Si serás moishe! –le recrimina Melchor.
-Y vos Melchorcito… je, je… ¿Cuándo no? –le retruca Baltazar en voz baja.
-¿Les gusta Buenos Aires? –se interesa Manuel.
-¡Nos encanta! ¡Nos sentimos como en casa! –se entusiasman los tres a la vez-
-¡Taaan europea, taaaan cosmopolita!- sigue Melchor- Con sus calles accidentadas como los caminos de nuestros terruños. Con ese clima social que te hace vivir cada día como si estuvieras por pisar una mina explosiva, igualito que allá. Con su verano ardiente como el mejor sol de nuestros desiertos. Con sugente tan amable, tan amplia y receptiva
-¡Sí! –se exalta Gaspar- ¡Una ciudad adonde podés entrar y salir sin problemas, y nadie te discrimina por ser negro, judío o musulmán!
-Bueno... Aquí está todo bien… siempre que no seas paragua, bolita, villero... ni gordo –susurra Baltazar.
-¡Querido Manuel! – interrumpe Gaspar- Te dejo estos auténticos sahumerios orientales de incienso, que perfumarán con aromas exquisitos tu casa y tus encuentros a solas con tu esposa.
-Yo te dejo esta loción astringente, antiséptica y cicatrizante de mirra -dice Baltazar.
-¡Muchas gracias! –exclama Manolo emocionado- ¿Van a regresar?
-Antes de lo que crees –asegura Melchor desde la puerta- Solemos volver a Buenos Aires, por cuestiones financieras. Gran parte de los lingotes deoro que constituyen, históricamente, el capital que sustenta nuestra empresa, los tenemos bien a resguardo en una caja de seguridad del Banco de la Provincia, en la sucursal de Cabildo al 1900. Nos lo recomendó una antigua gran amiga de los tres, clienta de ese banco, que está encantada con el servicio: la señora Silvia Suller.
                                            
                                                           Marisa