Escenas de todos los días, pinceladas, frescos de situaciones que ocurren, vienen y van en el placer de la convivencia hogareña y social.
Hacía rato que el área de la cocina de nuestra casa reclamaba una actualización.
Mi marido accedió con la condición de no tener que faltar un solo día a su trabajo. Así que yo insumí tiempo de mis vacaciones laborales en esta apasionante aventura. Total… ya se sabe que, en nuestra sociedad, el trabajo femenino es menos importante que el masculino, cualquiera sea su condición y remuneración.
Al fin, mi marido y yo decidimos no viajar de vacaciones para afrontar la obra con ese dinero, solicitar presupuestos, recomendaciones de personal idóneo y elegir materiales.
La desmesura de los costos nos obligó a constituirnos en nuestros propios directores de obra.
Nuestra refacción necesitaba del aporte de todos los gremios de la construcción, (léase: los muchachos) articulados y ensamblados de modo tal que la terminación del trabajo de unos coincidiera con el inicio de la actividad de los otros, según cronograma establecido por ellos mismos, y que duraría tres semanas. Mientras tanto, nosotros nos refugiamos en el living comedor.
Cuentan las leyendas urbanas que, cuando los gremios de la construcción comienzan a trabajar en el hogar, lo primero que aprenden los dueños de casa es… que dejan de serlo.
Los relatos dicen que los muchachos no solamente manejan las llaves para ir y venir según sus necesidades, sino también el tiempo, la paciencia, el dinero y la capacidad de decisión de quienes los han contratado, sin que exista recurso, actitud ni argumento que logre impedirlo.
Los mitos refieren también que suelen tomar más de un trabajo a la vez, y por eso se atrasan en la terminación de las tareas. Que abundan, entre los muy idóneos, los chapuceros que se consideran expertos de cualquier especialidad. Y que todos, todos ellos, padecen de un recalcitrante machismo.
Lo cierto fue que los muchachos empezaron a convivir diariamente conmigo –yo los recibía, los atendía con café, gaseosas y refrigerios varios, y los despedía por las tardes- en un clima realmente amistoso y muy cordial. Ellos disimulaban amablemente la tortura que representa soportar todo el santo día a un ama de casa presente en la obra, con sus caprichos y desconocimiento del oficio, a pesar de que yo estaba recluida en el living comedor, dedicada a trabajar en mi computadora y a realizar las pocas tareas hogareñas que la situación me permitía. Y el vínculo a menudo se volvía hasta intimista, porque ellos escuchaban todas mis conversaciones telefónicas. Muchas veces, opinaban sobre los temas que yo conversaba con mis amigas, y me daban consejos al respecto. Otras, me recomendaban recetas de cocina. Inclusive, me enseñaban cómo debía yo tratar y retar a los del otro gremio, cuando no cumplían con los plazos establecidos. O, también, a mi propio marido...
Pero los muchachos empezaron a no respetar las fechas de entrega. Cada gremio se enojaba con quienes no cumplían, porque su propia actividad se atrasaba, y entonces, amenazaban con abandonar la obra para siempre. E invariablemente, los muchachos criticaban el trabajo realizado por los otros, y los responsabilizaban por las imperfecciones que solía presentar el propio trabajo.
Todos ellos se llevaban estupendamente conmigo. Pero…
Cuando el albañil equivocó las medidas del espacio previsto para guardar los baldes y yo se lo reclamé, este muchacho, amoladora en mano y de pésimo humor, le preguntó a mi marido por qué no me convencía de guardar(me) los baldes en otra parte.
El plomero recomendado, rompió el piso y, de paso… también los caños. Los agujereó. Pero trató enfáticamente de convencerme de que los caños estaban originalmente rotos y que era una suerte que él los hubiese descubierto a tiempo.
Entre la casa de cerramientos y el albañil se culpaban mutuamente por la ventana que hicieron. Pero ambos trataban de convencerme tenazmente de que esa ventana torcida era mucho más estética y elegante que la que les habíamos encargado. Y se quejaron ante mi marido por mi tozudez que les hacía perder su valioso tiempo.
Obviamente, la obra se atrasó.
Entonces… la casa se llenó de refuerzos.
Imprevistamente, aparecieron decenas de muchachos desconocidos que –cual brigadas internacionales de apoyo a una causa altruista- concurrían a colaborar con el final de obra.
Yo me convertí en un molinete que emitía interminables tazas de café y vasos de refrescos, y alrededor del cual se desarrollaba una vorágine vertiginosa e incontrolable. No hacía más que encontrarme de pronto con caras nuevas que, a la vez, se asustaban de verme aparecer a mí, una desconocida más entre semejante convocatoria.
No tuve más remedio que pedirle ayuda a mi marido.
Él me recordó, muy molesto, que lo pactado era que él no tuviese que faltar a su trabajo por culpa de la obra. Y yo le comuniqué, entonces, que haría abandono del hogar para siempre.
Así fue como mi marido se quedó en casa el otro día. Y yo me atrincheré en el dormitorio, con los auriculares del aparato de música en mis oídos.
Los muchachos se sorprendieron de encontrar a mi marido en casa y le preguntaron muy afectuosamente por mí, a la vez que le concedían el respetuoso trato de “jefe”.
Cuando el jefe vio y entendió la situación, ahí mismo decidió tomarse un día más en su trabajo.
Entonces…
Los muchachos terminaron inmediatamente la obra. Dieron las hurras. Cobraron todas las propinas que generosamente les dimos. Dejaron sus tarjetitas para que los volviésemos a llamar o recomendáramos, y me agradecieron tan especialmente las atenciones recibidas que nos besamos y despedimos como si fuéramos parientes.
Cuando –por fin- se fueron, y empezamos a recorrer emocionados las flamantes dependencias, descubrí cables saliendo de las tomas de electricidad: al electricista le había saltado su propia térmica, y había plantado el trabajo, indignado, porque él es un ingeniero en electricidad y no un improvisado. Por ende, no podía trabajar en medio de un montón de gente que lo distraía y mareaba. Pero mi marido me aseguró que solucionaría el problema por cuenta propia, y como fuese.
Así que la inauguración de la obra la hicimos esa noche, cenando románticamente... a la luz de velas.
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