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Escenas de todos los días, pinceladas, frescos de situaciones que ocurren, vienen y van en el placer de la convivencia hogareña y social.
Mi marido es muy distraído.
Un día, una cigüeña va a hacer un nido en su cabeza, va a poner un huevo... y él se va a rascar, lo va a encontrar y me va a decir amigablemente: "Mirá: tenía un huevo en la cabeza, ¿lo querés hacer duro o frito?", y va a seguir tranquilamente con su vida...
El sábado, yo dormía apaciblemente cuando sentí que, desde muy lejos, mi marido me llamaba.
Cuando logré abrir los ojos, me preguntó:
- Querida, por favor, es muy importante que pienses –me dijo-. Anoche, cuando terminamos de cenar, ¿vos limpiaste la mesa y tiraste todo lo que había quedado encima?
- Sí, claro, como siempre –respondí bostezando- ¿Por qué?
- ¡Porque tiraste a la basura mi prótesis dental! –exclamó mi marido espantado.
- ¿Cómo? –exclamé yo, temiendo tener un mal sueño producto de una indigestión- ¿Estás seguro?
- ¡Sí, por supuesto! Anoche, después de la cena, la dejé envuelta en una servilleta de papel sobre la mesa, porque me raspaba. Encima, esta mañana temprano llevé la basura al tercer piso y, como estaba medio dormido, no me dí cuenta de que la estaba tirando. Recién lo descubrí ahora, cuando iba a desayunar.
- Pero… ¿a quién se le ocurre dejar un pedazo de su dentadura envuelta en una servilleta de papel y arriba de una mesa? ¡Solo vos sos capaz de semejante cosa! No tuve tiempo de decir nada más, porque él salió corriendo del dormitorio mientras se despojaba del pijama a los tirones y se calzaba un jogging de cualquier manera:
- ¡Ya mismo me voy al tercer piso!
Allí, se juntan todos los residuos del consorcio para que, luego, el encargado los embolse y saque a la calle. Allí estaba, precisamente, el encargado con varios albañiles. Mi marido los saludó muy amablemente y enseguida se sumergió en los enormes tachos y empezó a revolver...
Inexorable Ley de Murphy: nuestra bolsa estaba debajo de todas las demás.
Cuando la rescató, con la cara y las manos negras, y se dio vuelta con una enorme sonrisa, descubrió que tanto el encargado como los albañiles lo miraban estupefactos.
Él puso expresión de rey de Bélgica a punto de pasar revista a las tropas y abandonó la escena con la bolsa de residuos en la mano.
Una vez en casa, se zambulló dentro de ella, mientras arrojaba los residuos hacia diestra y siniestra. Finalmente, enarboló el puño mugriento y exclamó –al mejor estilo de ópera de Verdi-: ¡Lo logré! ¡Yo sabía! ¡Aquí está mi prótesis!!!!
Antes de que yo tuviera tiempo de protestar por la basura desparramada, sonó el timbre. Por supuesto: el encargado. Vino con cualquier excusa.
Mi marido hacía gestos desesperados de “Yo no estoy”, así que esbocé mi mejor sonrisa de reina consorte de Bélgica, y expliqué alegremente:
- ¡Ay, Juan, no sabe lo que nos pasó! ¡Anoche yo pegué prolijamente un adornito finísimo de porcelana que se me había partido, lo puse a secar arriba de la mesa y esta mañana mi marido lo tiró, pensando que ya no servía más!
- Pero, señora, ¡me extraña! –replicó Juan, amablemente-. La próxima vez no tienen más que avisarme, que para eso estoy. No puede ser que ustedes se anden ensuciando así. Me avisan nomás, que yo les busco lo que sea.
El resto del fin de semana mi marido comió papillas, purés y licuados, porque, después de haber cepillado y lavado su prótesis con detergente, alcohol, desinfectante y hasta lavandina, decidió que jamás la volvería a poner en su boca.
El lunes, el dentista le explicó que no podría entregarle la prótesis nueva antes de una semana.
Así fue como mi marido bajó de peso rápidamente.
Jamás dejó de reprocharme, porque se moría de hambre y porque –por supuesto- yo tenía la culpa de todo lo sucedido.
La prótesis la guardé de recuerdo.
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